Interracial
Me puse a hablar con Abi porque, además de ser una negra hermosa, de lejos me intrigó que se tomara su tiempo para desarmar su boquilla e insertar en ella el angosto y espigado cigarrillo de filtro. Cuando me acerqué a ella no pude evitar decirle que no recordaba haber visto en los últimos dos o tres lustros a una fumadora de boquilla. No lo hago para parecer esnob, se atajó, un poco desconfiada de que con mi comentario viajara, subterránea, una acusación. “Es para cuidar mis pulmones”, me dijo. Y de inmediato añadí que hay cierta gente que no pierde “la clase” ni siquiera cuando se dedica a cuidar sus pulmones. Bajo la música y las voces mezcladas de los invitados ese comentario no estaba mal, y como Abi reía junto a sus amigas yo pensé que lo mejor era ir a la barra a pedir una cerveza.
De esa pequeña escena apartada, la de un hombre a la espera de su cerveza, recuerdo la ternura del viejito árabe que servía maniobrando las canillas revestidas en cerámico blanco. Creía que los viejos me producían ternura. Me parece que es envidia. Con la copa en la mano se me vino a la cabeza una imagen: el viejo y yo caminábamos por uno de los senderos de la Plaza San Martín de La Plata durante una agradable tardecita de sábado. La plaza estaba casi sin gente, excepto por dos o tres nenes que andaban en sus bicicletas con rueditas. El viejo árabe era mi padre judío. Tenía dos bolsas de piel fláccida desgajada de los párpados y un andar frágil pero habilidoso. Caminábamos a la par con las manos a nuestras espaldas y nuestros ojos iban atentos al piso de baldosas para concentrarnos en un diálogo lleno de sobreentendidos. No hicimos nada más que caminar durante treinta minutos y luego cruzamos la avenida siete hasta el edificio de la esquina de la calle 51. Tomamos el ascensor a nuestro departamento y nos echamos una larga siesta cada uno en su cama.
Una amiga me invitó a fumar afuera. Al volver pedí otra cerveza. Di unas vueltas hasta que me presentaron a una gordita chilena que “buscaba pololo”, según se rumoreaba, pero no me quedé con ella pues Abi me hacía señas desde la barra, frente al viejito. No sé si lo que me dio fuerzas fue la seguridad de tener a mi padre del otro lado, pero me acerqué. Apenas hice dos comentarios. Como una maldición apareció un amigo mío que cumplía años. No era otro que aquel que me había presentado a la chilena desesperada. Pensé: siempre hay amigos que te subestiman presentándote mujeres feas. Son los mismos que, cuando estás hablando con una linda, te meten la pata, se cuelgan de un comentario para abalanzarse en la conversación y coparla. Otra vez cedí y me fui a perder entre la gente.
Me preguntaba en ese momento: ¿Será que dejo pasar las chances porque tengo algo en contra de las definiciones?
Daba vueltas entre la gente y de vez en vez me perdía entre los comentarios académicos de gente que también hace algo en una Universidad de Paris. O lograba una envidiable verticalidad en soledad, cerca de la puerta vaivén que da a la calle. Con el vaso de cerveza siempre a la altura de mi boca, espiaba el universo y sus elementos rotando o danzando sin ritmo. Una notebook al final de la barra conectada a dos grande parlantes. Música argentina sonando en Paris. Cantaba Luca Prodan. Cantaba el de Las Pelotas, no me acuerdo como se llama. Cantaba: ¡Quiero estar en América del Sur! ¡Quiero estar en América del Sur! Yo seguía ahí en la esquina. Desde la barra un muchacho con anteojitos me lanzaba miradas. La alarma se encendió en mí: la tristeza, sombría como una pantera, se disimulaba agazapada en muchas de aquellas siluetas. Yo no iba a quedarme quieto.
Uno nunca puede estar seguro: pero yo creo que también Abi me miró. Ella sí que era un felino oscuro. Sin embargo supe remontar la tristeza. Me acerqué. “Dis donc, Abi, je suis là encore. Je résiste”. No dijo nada, apenas sonrió. “Dis donc, qu’est-ce que tu fais dans la vie, Abi?”
-Je fais l’Ecole de Commerce –me respondió.
Pero no sólo eso. Abi, sabe cómo hacerlo desde hace mucho tiempo. Y yo sabía cuál era mi deber: continuar extrayendo información, preguntar para no terminar desesperado porque la tristeza estaba ahí, no se olvidaba de mí, del imán que llevo colgado a mi cuello. Abi sabía cómo hacerlo desde que era una niña y jugaba a ser grande. Quería ser grande. Mientras sus amigas iban a la casa de maquillajes y los compraban en colores para pálidos, ella regresaba a su casa sin nada.
« Il n’y avais pas des maquillages pour les blacks! –se reía y al elevar los dos dedos que atrapaban la boquilla, tenía éxito al dejarse llevar.
Yo digo en francés. (Traduzco): “Abi, vos sí que sabés cómo hacerlo. Siempre lo supiste. ¿No?
"Sí", me responde. "Cuando termine la escuela, voy a hacer una especialización en maquillajes. De aquí a cinco años la idea es tener mi propia casa de maquillajes para negros. Fabricarlos. Los negros necesitamos colores fuertes, que resalten, me dice.
Entonces Abi dió otra pitada. Los amigos con quienes supuestamente emprenderíamos la vuelta a la Cité Universitraire me hacían señas de que ya se iban, desde la calle. Abi volvió a fumar. No decía nada. Yo rezongué silenciosamente. Abi, le digo con vergüenza, me tengo que ir. ¿Querés que cambiemos teléfonos?
« Avec plaisir », me contesta.
Era diciembre en Europa occidental. Antes de navidad. Hacía frío. No era un frío maquillado. Tuve que caminar a la Place de la République. Eramos cinco amigos. Tres decidieron que iban a pagar un taxi. Los taxis aceptan solamente cuatro personas en Paris. Dos nos quedamos a pie y tomamos un bus nocturno a la Porte d’Orleans. Después, para llegar a casa, tuve que caminar diez minutos en línea recta por un boulevard.
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