Complejo

El micro no llegaba. Lorus estaba apoyado sobre una de las columnas de la garita, con el cansancio de la espera instalado en la cara. De repente, como si a la película le hubieran cercenado unos cuantos cuadros previos, dos chicas de no más de veinte años se le aparecieron en la columna opuesta. Una era ligeramente más baja, de cabello castaño claro hecho un rodete que descubría un cuello delicadísimo, recubierto por débiles marañas. La altura no la disminuía con respecto a la otra sino que la resaltaba, tal vez porque su compañera de pelo totalmente negro y lacio se mostraba más distante, y hasta se diría que un poco enojada. En un comienzo ninguna de las dos soltó palabra, apenas un que otro comentario que Lorus no alcanzaba a comprender en toda su dimensión. Es cierto que movían sus manos como queriendo graficar algo, pero el sentido de lo que querían decir, al menos desde su lugar, se le escapaba por completo.
De todos modos no faltó que transcurriera mucho tiempo. No había terminado de caer en la cuenta de que ya no se encontraba solo en la parada de micros, de que tenía una intimidante compañía femenina a pocos centímetros, cuando la del rodete giró la cabeza y por primera vez le dedicó una mirada. Lorus, desprevenido por el embate, acusó el impacto sonrojándose al instante. De frente la chica era tan hermosa como de espaldas, pero tenía un plus: usaba ortodoncia. Lorus por un momento deseó con toda su alma que lo encandilara el reflejo de alguna luz en los alambres calzados entre los dientes, pero ya había anochecido y ni siquiera las luces de neón que llegaban de las fachadas ofrecían un poco de vida al lugar. “Pigmentos verdosos sobre pupilas marrones”, pensó Lorus. Tenía en claro que era más un regodeo de su imaginación que otra cosa. La chica había dejado de mirarlo hacía un ratito. Además, la oscuridad no le hubiera permitido detectar semejantes detalles.
Fue la otra la que hizo la primera referencia a su nariz: “¡No lo puedo creer. Es hermosa!”, alcanzó a escuchar. Se trataba de una exclamación susurrada. Anteojos negros de marco grueso, la morocha no había dejado de mirar la calle un solo segundo. El comentario, además, lo había lanzado de soslayo, como ansiosa por la llegada del colectivo. Todavía incómodo por el cruce de miradas, Lorus creyó entender recién en ese instante el propósito de la de ortodoncia: su nariz, por supuesto. Entonces hizo lo que más detestaba por involuntario y anárquico: activó despacio el brazo izquierdo –el derecho estaba ocupado con su cartera– y tímidamente llevó la mano a su nariz. No lo pudo reprimir. Un segundo después aborreció entender que había sido un motivo ideal para que la morocha le soltara su comentario elogioso: “Es linda, no te la tapes”.
Lorus le clavó la mirada. Sin dudas el fruncir de su ceño había querido ser agresivo pero el mensaje llegó curvo y no sirvió de nada. La chica, que no parecía mayor que una adolescente, continuó presionándolo con su franqueza. “No me reía de nada, si es que eso pensabas. Es más, creo que es hermosa... ¿o no?”. Lorus, quijada fláccida, no alcanzó a reaccionar durante el tramo de tiempo en el que por su cabeza desfilaron unas cuantas imágenes. Paisajes inmensos, balas de plata como pájaros libres planeando sobre praderas violetas, personas... Enrique Santos Discépolo acodado sobre la mesa de una café, lloriqueando sobre migas de medialunas; o el Pipa Estévez, apichonado en el banco de suplentes de Boca, en el instante en que Bianchi le dice: “¡Pipa, vos, dale, dale!”, palabras ansiadas largamente que revolucionan sus niveles de ansiedad. Y es ahí, justo en ese instante, cuando el Pipa Estévez piensa en entrar con todo, en aprovechar su gran chance y dejar de una buena vez el banco de suplentes. Gasta energías en el precalentamiento y en un momento dado va hacia la mitad de la cancha. Más que nunca con aspecto de científico loco, el director técnico le apoya una mano en el hombro y le recuerda cosas más bien vagas. El Pipa Estévez huele el perfume a jazmín que domina el pequeño espacio de consejos y a duras penas logra escuchar “frente de ataque”, “volvés con el de tu zona, eh” y otras palabras por el estilo a las que no da bolilla. Estira los gemelos, pica en el mismo lugar, pero cuando está por entrar a la cancha la tela flameante del banderín del juez de línea, que lo sujeta del brazo con fuerza para que no se escape al campo de juego, le devuelve la sombra de su nariz. Entonces se derrumba y queda girando en el vacío como un satélite de un imperio muerto.
“¿Me dejás tocarla?”, escuchó sin previo aviso. La pregunta sensual y salivosa parecía provenir de un recuerdo. Lorus no contestó. En plano detalle tenía muchas arrugas, pequeñas grietas en la piel la mano de la chica de cuello distinguido, la del rodete y la ortodoncia. Durante un brevísimo segundo, Lorus se creyó fuera de sí pero al instante se sintió más sólido que nunca. Al tanto de absolutamente todas las leyes de su propio universo. Él en la caída pero, a su vez, cayendo más veloz que él mismo para atajarse un segundo antes de estrellarse contra la Tierra. Se sintió, en definitiva, despierto por primera vez en su vida. Parpadeó un par de veces y sus pestañas rozaron el comienzo de la mano de la chica que por momentos se acercaba peligrosamente a sus ojos y, como un oleaje, por momentos se alejaba. Parpadeó otra vez y enderezó uno de sus ojos, el izquierdo. Vio en el fondo que la morocha daba un largo paso hacia él y se ubicaba al lado de su amiga.
“¿Puedo yo, puedo yo?”, pidió directamente como una nena y montó su mano sobre el largo y sinuoso tabique nasal. Lorus estaba tan absorto por la situación que no llegó a excitarse. Tampoco experimentó ninguna fantasía cuando se sumó la morocha a la sesión de caricias. Se diría que, inmerso en ese singular estado de cosas, no veía más allá de su propia trompa.
Los dedos de cuatro manos caminaron por su nariz como tarántulas inofensivas en busca de un nido. En el trayecto imaginario, Lorus entrecerró los ojos varias veces y se dejó llevar.

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