Cuadernito América
¿Cómo, cuándo lo supe? En estos casos uno nunca puede referirse a una forma específica o a un lugar concreto. Me bastará aclarar que soy algo supersticioso, creyente, sobre todo, en una rara forma de realismo supersticioso (no encuentro un neologismo mejor) y siempre hallé en algunas situaciones ordinarias probables señales sobre el rumbo que lleva mi vida…
Así fue. Con una libreta en la mano. Al bajar por la escalera tomé conciencia de que había olvidado dónde había depositado la taza de café. La música y la luz que llegaban del living y atravesaban los ventanales rectangulares, arriba de las puertas plegables, me llevaron a pensar que unos minutos antes la había apoyado sobre la mesa ratona del living. Sin embargo mi sorpresa aumentó cuando revisé en el living, me incliné sobre la mesa y no encontré ninguna taza de café. A ese horario, luego de cenar y de un día de trabajo satisfactorio, el café lo apreciaba bastante, demasiado llegaré a decir. “Muy extraño –me dije para tranquilizarme (es mejor no exagerar en estos casos)– la taza debería estar ahí”.
No vacilé mucho. Rápido me libré del cuadernito y comencé a buscar. Hurgué por toda la casa. Volví a subir al estudio, me fijé en el escritorio; tal vez, al tomar la libreta, pensé: nada. Después regresé a la cocina en donde lo había estado preparando: tampoco estaba allí. Ni rastro de la taza. Me dirigí hacia la entrada y luego fui al dormitorio: escruté prolijamente entre las pilas de libros y las cajas que contienen mis borradores, inspeccioné en la memoria guardada en esos objetos estáticos, pero la taza tampoco estaba ahí. Al salir atiné a subir nuevamente, pero en el trayecto me detuve en el descanso de la escalera. Parado, desde ese lugar, miré hacia el interior del estudio. Y mientras observaba un ángulo de la mesa de algarrobo reflexioné en la idiotez del acto que estaba a punto de realizar: ir por tercera vez al escritorio sabiendo que ahí tampoco encontraría la taza. También odié regresar a la cocina y al dormitorio y al living. ¡Todo era ridículo! Absolutamente toda mi pesquisa era ridícula. “¡Maldita taza!”, grité, todavía en el descanso, ridículamente fijo con una pierna en el escalón siguiente en posición de subir.
Hasta ese momento mi búsqueda había sido tranquila, pero repentinamente se convirtió en un deseo iracundo de revolver y desordenar todo, un ímpetu caótico de romper la armonía con que estaban dispuestos los objetos de esa vivienda. Bajé de un salto los diez escalones que separaban el descanso de la planta baja y corrí hacia la cocina. Tomé el diario desplegado en la mesa y sin más lo transformé en un bollo de papel. Fui hasta la hornalla y moví la pava de lugar. En la pileta todavía estaban los platos recién lavados. Los tomé uno por uno y los fui colocando con violencia en el otro compartimento de la pileta. ¿Acaso tenía la esperanza de encontrar la taza ahí? ¿Ya lavada? ¿Habré considerado posible el suceso de haber ingerido el café sin darme cuenta y, aun más misterioso, el hecho de haber enjuagado la taza inconscientemente? Frente a mis ojos quedó el acero inoxidable de la pileta. Vacío. Ya había retirado toda la vajilla y había vuelto a no encontrar la taza blanca. Así que no había ocurrido nada de eso. Locuras de mi imaginación. La taza no había sido lavada telepáticamente.
Salí de la cocina enojado. Profundamente enojado. Es decir, con un enojo tan arraigado que aunque hubiera encontrado la taza en ese instante con el café caliente, todavía humeando con burbujas de vapor grises ascendiendo desde el círculo negro, mi irritación no hubiera desaparecido. Por el contrario: hubiera aumentado y se hubiera proyectado hacia otro objeto u situación.
Pasé rápido frente al espejo del pasillo. Pequeños episodios cotidianos resumen situaciones existenciales u estados de ánimo. Metáforas del alma, pensé. La casa era dominada por una luz cobriza y mientras caminaba, la atmósfera dorada de esa luz me trasladó a una extraña situación de fiesta. No me había dado cuenta de eso hasta que me reflejé en el espejo rodeado de esferas de luz que eran las luces del living. Mi cara y detrás, muy cerca, una constelación de formas y matices. Ahora bien, todo eso nunca ocurrió. Mi cara nunca estuvo rodeada de esos astros incandescentes. Sin embargo, el traslado horizontal y fugaz de mi figura sobre esa superficie acuosa y policroma del espejo llegó a mí en un instante. En una ínfima mirada a ese espejo y eso, más la circunstancia nada común de extraviar una taza llena de café en el momento en que lo estaba por beber, me llevó a concluir que, tal vez, nada en esa casa fuera real.
De hecho es muy común pensar que las cosas no suceden por los mecanismos naturales; es frecuente temer que lo que nos apena no es exactamente un inestable estado emocional sino un cáncer vertiginoso que nos carcome algún hueso de la cabeza y que, entonces, nos produce un extraño vacío; vacío y cansancio similar al de una depresión en un ánimo inestable, pero que no proviene de una depresión pasajera, sino que es síntoma del progreso lento de la muerte. A eso se le llama hipocondría. De un modo similar, en un momento llegué a pensar que nunca había preparado el café, que nunca había dejado de trabajar en el escritorio y que en realidad, recién en ese momento, tuve la necesidad de beber café. En síntesis, que me había vuelto loco. Únicamente que a eso se le llama neurosis, creo. No sólo lo llegué a pensar; efectivamente volví sobre mis pasos y entré en la cocina. Puse a hervir agua y abrí el frasco de café instantáneo. Recién al quedar frente a la pava en el fuego advertí que no, no era saludable volver a hacer el café, porque yo al café ya lo había preparado y todo ese tema estaba adquiriendo dimensiones preocupantes. Aquel advenimiento de la sensatez fue lento. Había retrocedido ante la pava dos pasos. Cuando toqué el borde de la mesa con la cadera, la tranquilidad apagada que me dominaba en ese momento se interrumpió de pronto por un sentimiento de impotencia coronado con un grito que se pareció más a una plegaria tanguera. Algo así como sacudir un firulete. Luego corrí hacia la escalera y, como eso tampoco ocurrió jamás, también de un salto superé diez escalones y de otro los ocho restantes hasta alcanzar la puerta del estudio. Agitado, desde allí, vi la máquina. Fui hacia ella, la agarré y la revoleé contra el estante de abajo de la ventana. Del golpe sólo saltó la chapita que tenía escrito: Traveller Deluxe. Esos aparatos nunca se rompen, pensé, pues la máquina, sin la chapita, había quedado intacta. Inspeccioné con desorden lanzando tras mis pasos lápices y plumas. Me arrastré para buscar la taza abajo de la mesa. Volví a salir corriendo y bajé rápido e ingresé en mi habitación. Manoteé libros y los fui arrojando hacia la puerta. Un Cristo se detuvo en Éboli” quedó en medio del pasillo sólo con sus páginas 175-176, 177-178: todas las demás se quedaron desperdigadas en el piso del dormitorio, algunas hechas un montículo cerca de la ventana. Sin empeño miré si estaba la taza y me retiré. Pasé por la puerta del living y me dirigí nuevamente hacia la cocina. El agua estaba hirviendo. Apagué el fuego, retrocedí hacia la mesa y apoyado sobre ella, como en un letargo involuntario y hasta automático me dejé dominar por las burbujas de vapor que escapaban de la pava. Luego de unos segundos me acerqué nuevamente hasta la hornalla y tomé la pava. La ubiqué a un costado del frasco de café, entre una taza y la azucarera. Volví hasta la mesa. Me quedé observando la taza detenidamente.
¿Cómo la miraba? ¿Una especie de temor me llevó a mirarla? Sí, un pavor reverencial, como de un feligrés frente a una imagen. Era amarilla, no blanca; diferencia que me confirmó aquella proyección: a las cruces o las estrellas de David no se les presta veneración por el material con que están fabricadas, sino por lo que significan. Son cruces o estrellas de David, a secas. Esa era una taza y punto y eso ya era un dato como para mirarla con desconfianza. Seguí estudiándola durante unos minutos hasta que me decidí a preparar un nuevo café. Coloqué dos cucharaditas de café, dos de azúcar y empecé a revolver.
“Porque tenía una idea que quería anotar”, pensaba. “Por eso. Porque quería escuchar música y tomar café mientras anotaba esa idea.” “Pero ¿por qué no había llevado la libreta, entonces? “¿Por qué tuve que volver buscarla al estudio si sólo quería tomar apunte de esa idea?” “¿Por qué la había olvidado?” “¿Acaso todo estaba planeado de antemano?” “¿Y la libreta?” En ese instante sentí una precipitación en el cuerpo, como si algo se modificara artificialmente en mi carne. No fue ni un escozor ni un aire helado recorriendo mi espalda. Tampoco se me nubló la vista y en ningún momento los ojos se me inyectaron de sangre o mi boca se secó inesperadamente. Fue más parecido a una constatación desesperada y una pregunta: ahora que había olvidado dónde la había dejado ¿iba a ocurrir lo mismo con la libreta?
Todavía estaba apoyado sobre la mesa cuando di comienzo a la reconstrucción del hecho. El nuevo café ya estaba listo y a la vez, claro, el viejo ya no importaba. La cosa era así: la libreta no era tal. La libreta era, en realidad, un cuaderno. Ese cuaderno era amarillo y tenía en su tapa inscripta la palabra América en color blanco. (Caviloso acerco la boca a la taza; bebo un sorbo, comienzo a caminar). También es cierto que yo me había librado del cuaderno. Es decir, le había restado importancia. Sin embargo, no es menos cierto que consideré redentora la idea de escribir en él. (Atravieso la puerta que separa la cocina del comedor y que, a la vez, da al pasillo; camino con el sigilo de un culpable). Para escribir la idea en el cuadernito, por eso volví al escritorio. Fue ahí, al tomar contacto con la libreta, donde se había creado esa necesidad misericordiosa del cuaderno. Porque en ese momento pensé lo del perdón. (En la galería mi figura otra vez se desliza por el espejo dejando una imagen acuosa. La taza amarilla también se refleja. Esta en mi mano izquierda, bien segura) Que el perdón sólo llega escribiendo una idea en una libreta, una idea cruda. (El pasillo me parece demasiado largo. Avanzo torpemente, o al menos mis movimientos me parecen torpes; feos. Inclusive tengo la sensación de que de mi cintura y de mis talones cuelgan latas y cascabeles como si fuera cierta clase de bufón engañado). Realmente ignoro quién, a quién y por qué alguien ha de perdonar algo a alguien. Supongo que Dios, que a mí y que por algún pecado. Quizá producto de una reminiscencia: una vez, de chico, conocí a un niño y a una niña muy singulares. Sus padres consideraban que esto, todo, cada una de las calles de los territorios diezmados y de las criaturas de este planeta, configuran o habitan los campos de un señor. En una oportunidad me invitaron a almorzar y me dijeron que el mundo era una granja y que todos trabajábamos en ella felizmente, para Él, y por eso Él nos congraciaba con el robusto pollo que esperaba ante nuestros ojos y que estábamos a punto de comer. En fin: el linaje de individuos que consideran al ser humano como un empleado de Jesús Nuestro Señor y a la Tierra, la Madre o la Hermana Tierra, y que, si salen poetas, escriben sus haikus en pequeñas libretitas del tamaño de una uña y con lápiz, porque el ruido del grafito desgranándose en el papel es... es distinto, otra cosa. (Entonces, me detengo). Y en todo caso yo también debo pertenecer a esa casta de Poetas. ¿Acaso no iba a escribir una idea en un cuadernito? ¿Acaso no la iba escribir en lápiz? Sí, en lápiz y en las hojas de un cuadernito. Sobre todo en un cuadernito que había extraviado. Pero cómo había podido suceder aquel descuido.
(Estático, apuro otro breve sorbo y continúo caminando). Y cuando me di cuenta de que había extraviado la taza, el cuaderno aun estaba en mi poder. Por eso no había reparado en la pérdida del cuaderno antes, porque antes no lo había perdido. Antes, yo había perdido la taza de café. ¿Y cómo me había dado cuenta? Lo advertí al volver a la mesa ratona del living: no estaba. Por eso me había deshecho del cuaderno. (¿En el living? Reacciono mientras avanzo. ¡El cuaderno tiene que estar en el living!)
(Así que acelero el ritmo y paso por un costado de la tapa del Cristo se detuvo en Éboli tirada en el piso. Frente a la puerta del living, el sillón de cuero marrón y la banqueta aun están esperándome. Sigo. De inmediato enfoco la vista en la mesa y una felicidad inconmensurable me abraza. Sobre ella efectivamente puedo ver algo amarillo. No puede tratarse de otro objeto que el cuaderno amarillo. Me acerco para mirar mejor y efectivamente lo veo: se lee parte de la palabra América. Estiro la mano libre –con la otra sostengo el café caliente– e intento recogerlo del alambre en forma de espiral. Lo logro en el primer intento. Sólo que en el mismo movimiento ocurre algo imprevisto. Cuando ajusto la mirada, veo también que he volcado una taza blanca que descansaba sobre la parte oculta, oculta por la taza, de la palabra América escrita en la tapa del cuadernito. Ahora, un líquido negro se esparce sobre la mesa. Entonces acerco la mano y extiendo un dedo sobre la mancha oscura. El líquido parece café. Y, al tacto, está bien frío).
1999
¿Cómo, cuándo lo supe? En estos casos uno nunca puede referirse a una forma específica o a un lugar concreto. Me bastará aclarar que soy algo supersticioso, creyente, sobre todo, en una rara forma de realismo supersticioso (no encuentro un neologismo mejor) y siempre hallé en algunas situaciones ordinarias probables señales sobre el rumbo que lleva mi vida…
Así fue. Con una libreta en la mano. Al bajar por la escalera tomé conciencia de que había olvidado dónde había depositado la taza de café. La música y la luz que llegaban del living y atravesaban los ventanales rectangulares, arriba de las puertas plegables, me llevaron a pensar que unos minutos antes la había apoyado sobre la mesa ratona del living. Sin embargo mi sorpresa aumentó cuando revisé en el living, me incliné sobre la mesa y no encontré ninguna taza de café. A ese horario, luego de cenar y de un día de trabajo satisfactorio, el café lo apreciaba bastante, demasiado llegaré a decir. “Muy extraño –me dije para tranquilizarme (es mejor no exagerar en estos casos)– la taza debería estar ahí”.
No vacilé mucho. Rápido me libré del cuadernito y comencé a buscar. Hurgué por toda la casa. Volví a subir al estudio, me fijé en el escritorio; tal vez, al tomar la libreta, pensé: nada. Después regresé a la cocina en donde lo había estado preparando: tampoco estaba allí. Ni rastro de la taza. Me dirigí hacia la entrada y luego fui al dormitorio: escruté prolijamente entre las pilas de libros y las cajas que contienen mis borradores, inspeccioné en la memoria guardada en esos objetos estáticos, pero la taza tampoco estaba ahí. Al salir atiné a subir nuevamente, pero en el trayecto me detuve en el descanso de la escalera. Parado, desde ese lugar, miré hacia el interior del estudio. Y mientras observaba un ángulo de la mesa de algarrobo reflexioné en la idiotez del acto que estaba a punto de realizar: ir por tercera vez al escritorio sabiendo que ahí tampoco encontraría la taza. También odié regresar a la cocina y al dormitorio y al living. ¡Todo era ridículo! Absolutamente toda mi pesquisa era ridícula. “¡Maldita taza!”, grité, todavía en el descanso, ridículamente fijo con una pierna en el escalón siguiente en posición de subir.
Hasta ese momento mi búsqueda había sido tranquila, pero repentinamente se convirtió en un deseo iracundo de revolver y desordenar todo, un ímpetu caótico de romper la armonía con que estaban dispuestos los objetos de esa vivienda. Bajé de un salto los diez escalones que separaban el descanso de la planta baja y corrí hacia la cocina. Tomé el diario desplegado en la mesa y sin más lo transformé en un bollo de papel. Fui hasta la hornalla y moví la pava de lugar. En la pileta todavía estaban los platos recién lavados. Los tomé uno por uno y los fui colocando con violencia en el otro compartimento de la pileta. ¿Acaso tenía la esperanza de encontrar la taza ahí? ¿Ya lavada? ¿Habré considerado posible el suceso de haber ingerido el café sin darme cuenta y, aun más misterioso, el hecho de haber enjuagado la taza inconscientemente? Frente a mis ojos quedó el acero inoxidable de la pileta. Vacío. Ya había retirado toda la vajilla y había vuelto a no encontrar la taza blanca. Así que no había ocurrido nada de eso. Locuras de mi imaginación. La taza no había sido lavada telepáticamente.
Salí de la cocina enojado. Profundamente enojado. Es decir, con un enojo tan arraigado que aunque hubiera encontrado la taza en ese instante con el café caliente, todavía humeando con burbujas de vapor grises ascendiendo desde el círculo negro, mi irritación no hubiera desaparecido. Por el contrario: hubiera aumentado y se hubiera proyectado hacia otro objeto u situación.
Pasé rápido frente al espejo del pasillo. Pequeños episodios cotidianos resumen situaciones existenciales u estados de ánimo. Metáforas del alma, pensé. La casa era dominada por una luz cobriza y mientras caminaba, la atmósfera dorada de esa luz me trasladó a una extraña situación de fiesta. No me había dado cuenta de eso hasta que me reflejé en el espejo rodeado de esferas de luz que eran las luces del living. Mi cara y detrás, muy cerca, una constelación de formas y matices. Ahora bien, todo eso nunca ocurrió. Mi cara nunca estuvo rodeada de esos astros incandescentes. Sin embargo, el traslado horizontal y fugaz de mi figura sobre esa superficie acuosa y policroma del espejo llegó a mí en un instante. En una ínfima mirada a ese espejo y eso, más la circunstancia nada común de extraviar una taza llena de café en el momento en que lo estaba por beber, me llevó a concluir que, tal vez, nada en esa casa fuera real.
De hecho es muy común pensar que las cosas no suceden por los mecanismos naturales; es frecuente temer que lo que nos apena no es exactamente un inestable estado emocional sino un cáncer vertiginoso que nos carcome algún hueso de la cabeza y que, entonces, nos produce un extraño vacío; vacío y cansancio similar al de una depresión en un ánimo inestable, pero que no proviene de una depresión pasajera, sino que es síntoma del progreso lento de la muerte. A eso se le llama hipocondría. De un modo similar, en un momento llegué a pensar que nunca había preparado el café, que nunca había dejado de trabajar en el escritorio y que en realidad, recién en ese momento, tuve la necesidad de beber café. En síntesis, que me había vuelto loco. Únicamente que a eso se le llama neurosis, creo. No sólo lo llegué a pensar; efectivamente volví sobre mis pasos y entré en la cocina. Puse a hervir agua y abrí el frasco de café instantáneo. Recién al quedar frente a la pava en el fuego advertí que no, no era saludable volver a hacer el café, porque yo al café ya lo había preparado y todo ese tema estaba adquiriendo dimensiones preocupantes. Aquel advenimiento de la sensatez fue lento. Había retrocedido ante la pava dos pasos. Cuando toqué el borde de la mesa con la cadera, la tranquilidad apagada que me dominaba en ese momento se interrumpió de pronto por un sentimiento de impotencia coronado con un grito que se pareció más a una plegaria tanguera. Algo así como sacudir un firulete. Luego corrí hacia la escalera y, como eso tampoco ocurrió jamás, también de un salto superé diez escalones y de otro los ocho restantes hasta alcanzar la puerta del estudio. Agitado, desde allí, vi la máquina. Fui hacia ella, la agarré y la revoleé contra el estante de abajo de la ventana. Del golpe sólo saltó la chapita que tenía escrito: Traveller Deluxe. Esos aparatos nunca se rompen, pensé, pues la máquina, sin la chapita, había quedado intacta. Inspeccioné con desorden lanzando tras mis pasos lápices y plumas. Me arrastré para buscar la taza abajo de la mesa. Volví a salir corriendo y bajé rápido e ingresé en mi habitación. Manoteé libros y los fui arrojando hacia la puerta. Un Cristo se detuvo en Éboli” quedó en medio del pasillo sólo con sus páginas 175-176, 177-178: todas las demás se quedaron desperdigadas en el piso del dormitorio, algunas hechas un montículo cerca de la ventana. Sin empeño miré si estaba la taza y me retiré. Pasé por la puerta del living y me dirigí nuevamente hacia la cocina. El agua estaba hirviendo. Apagué el fuego, retrocedí hacia la mesa y apoyado sobre ella, como en un letargo involuntario y hasta automático me dejé dominar por las burbujas de vapor que escapaban de la pava. Luego de unos segundos me acerqué nuevamente hasta la hornalla y tomé la pava. La ubiqué a un costado del frasco de café, entre una taza y la azucarera. Volví hasta la mesa. Me quedé observando la taza detenidamente.
¿Cómo la miraba? ¿Una especie de temor me llevó a mirarla? Sí, un pavor reverencial, como de un feligrés frente a una imagen. Era amarilla, no blanca; diferencia que me confirmó aquella proyección: a las cruces o las estrellas de David no se les presta veneración por el material con que están fabricadas, sino por lo que significan. Son cruces o estrellas de David, a secas. Esa era una taza y punto y eso ya era un dato como para mirarla con desconfianza. Seguí estudiándola durante unos minutos hasta que me decidí a preparar un nuevo café. Coloqué dos cucharaditas de café, dos de azúcar y empecé a revolver.
“Porque tenía una idea que quería anotar”, pensaba. “Por eso. Porque quería escuchar música y tomar café mientras anotaba esa idea.” “Pero ¿por qué no había llevado la libreta, entonces? “¿Por qué tuve que volver buscarla al estudio si sólo quería tomar apunte de esa idea?” “¿Por qué la había olvidado?” “¿Acaso todo estaba planeado de antemano?” “¿Y la libreta?” En ese instante sentí una precipitación en el cuerpo, como si algo se modificara artificialmente en mi carne. No fue ni un escozor ni un aire helado recorriendo mi espalda. Tampoco se me nubló la vista y en ningún momento los ojos se me inyectaron de sangre o mi boca se secó inesperadamente. Fue más parecido a una constatación desesperada y una pregunta: ahora que había olvidado dónde la había dejado ¿iba a ocurrir lo mismo con la libreta?
Todavía estaba apoyado sobre la mesa cuando di comienzo a la reconstrucción del hecho. El nuevo café ya estaba listo y a la vez, claro, el viejo ya no importaba. La cosa era así: la libreta no era tal. La libreta era, en realidad, un cuaderno. Ese cuaderno era amarillo y tenía en su tapa inscripta la palabra América en color blanco. (Caviloso acerco la boca a la taza; bebo un sorbo, comienzo a caminar). También es cierto que yo me había librado del cuaderno. Es decir, le había restado importancia. Sin embargo, no es menos cierto que consideré redentora la idea de escribir en él. (Atravieso la puerta que separa la cocina del comedor y que, a la vez, da al pasillo; camino con el sigilo de un culpable). Para escribir la idea en el cuadernito, por eso volví al escritorio. Fue ahí, al tomar contacto con la libreta, donde se había creado esa necesidad misericordiosa del cuaderno. Porque en ese momento pensé lo del perdón. (En la galería mi figura otra vez se desliza por el espejo dejando una imagen acuosa. La taza amarilla también se refleja. Esta en mi mano izquierda, bien segura) Que el perdón sólo llega escribiendo una idea en una libreta, una idea cruda. (El pasillo me parece demasiado largo. Avanzo torpemente, o al menos mis movimientos me parecen torpes; feos. Inclusive tengo la sensación de que de mi cintura y de mis talones cuelgan latas y cascabeles como si fuera cierta clase de bufón engañado). Realmente ignoro quién, a quién y por qué alguien ha de perdonar algo a alguien. Supongo que Dios, que a mí y que por algún pecado. Quizá producto de una reminiscencia: una vez, de chico, conocí a un niño y a una niña muy singulares. Sus padres consideraban que esto, todo, cada una de las calles de los territorios diezmados y de las criaturas de este planeta, configuran o habitan los campos de un señor. En una oportunidad me invitaron a almorzar y me dijeron que el mundo era una granja y que todos trabajábamos en ella felizmente, para Él, y por eso Él nos congraciaba con el robusto pollo que esperaba ante nuestros ojos y que estábamos a punto de comer. En fin: el linaje de individuos que consideran al ser humano como un empleado de Jesús Nuestro Señor y a la Tierra, la Madre o la Hermana Tierra, y que, si salen poetas, escriben sus haikus en pequeñas libretitas del tamaño de una uña y con lápiz, porque el ruido del grafito desgranándose en el papel es... es distinto, otra cosa. (Entonces, me detengo). Y en todo caso yo también debo pertenecer a esa casta de Poetas. ¿Acaso no iba a escribir una idea en un cuadernito? ¿Acaso no la iba escribir en lápiz? Sí, en lápiz y en las hojas de un cuadernito. Sobre todo en un cuadernito que había extraviado. Pero cómo había podido suceder aquel descuido.
(Estático, apuro otro breve sorbo y continúo caminando). Y cuando me di cuenta de que había extraviado la taza, el cuaderno aun estaba en mi poder. Por eso no había reparado en la pérdida del cuaderno antes, porque antes no lo había perdido. Antes, yo había perdido la taza de café. ¿Y cómo me había dado cuenta? Lo advertí al volver a la mesa ratona del living: no estaba. Por eso me había deshecho del cuaderno. (¿En el living? Reacciono mientras avanzo. ¡El cuaderno tiene que estar en el living!)
(Así que acelero el ritmo y paso por un costado de la tapa del Cristo se detuvo en Éboli tirada en el piso. Frente a la puerta del living, el sillón de cuero marrón y la banqueta aun están esperándome. Sigo. De inmediato enfoco la vista en la mesa y una felicidad inconmensurable me abraza. Sobre ella efectivamente puedo ver algo amarillo. No puede tratarse de otro objeto que el cuaderno amarillo. Me acerco para mirar mejor y efectivamente lo veo: se lee parte de la palabra América. Estiro la mano libre –con la otra sostengo el café caliente– e intento recogerlo del alambre en forma de espiral. Lo logro en el primer intento. Sólo que en el mismo movimiento ocurre algo imprevisto. Cuando ajusto la mirada, veo también que he volcado una taza blanca que descansaba sobre la parte oculta, oculta por la taza, de la palabra América escrita en la tapa del cuadernito. Ahora, un líquido negro se esparce sobre la mesa. Entonces acerco la mano y extiendo un dedo sobre la mancha oscura. El líquido parece café. Y, al tacto, está bien frío).
1999
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