Estás cansado pero lo pasaste bien en Montmartre. Un día antes te depositaron el sueldo, así que saliste del rojo. Acabás de ver chicas refinadas en el bar Le progres, métro Anvers. Todavía tenés el recuerdo de esos increíbles ventanales y el de la mesera que desfilaba y huía de tus ojos. Además, creés que hay material para escribir dos o tres cuentos legibles. Querés ser fiel a las vidas que has cruzado desde que llegaste a la ciudad, hace tres años. Tu Moleskine en la mano, ahora la volvés a guardar en la cartera. Tres horas antes habías leído un buen cuento de Soledad Puértolas y otro de Javier Marías, en una antología que te regaló una amiga del País Vasco. Esos relatos te ayudaron a entender sólo un poco la locura del mundo, sin resolverla. Asirla en su locura, zambullido y feliz en ese magma, para eso te sirvió leerlos. Al entrar al RER B, en Gare du Nord, detectás apenas dos o tres pasajeros en el vagón. Estás saludablemente extenuado porque de pronto las ideas se detienen y la soledad se presenta como un estado de perfección. Hay apenas dos o tres turistas rubios, que hacen más naïve aquella escena que ya forma parte de tu día a día. Ahondar en eso haría todo muy triste, pero están los turistas, todo va a su ritmo y sigue siendo muy lindo. Recostado en el asiento, embadurnado en su olor rancio, descansás los huesos mientras disfrutás deslizarte a velocidad constante. Casi silencioso, antes de llegar a Chatelet sacás la cámara de fotos. Que otros, al ver el registro, entiendan ese estado en donde la vida es un pasaje inútil, tampoco tiene ningún sentido.
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