Entonces necesitaba despegarme del resto de la gente. Di dos pasos y luego otros dos. Siempre doy los mismos cuatro pasos para que nadie se de cuenta de que ya no estoy presente en la conversación. Miré al suelo y luego alcé la cabeza. La luna llena, amarilla y rasante, descansaba sobre el nivel del Sena. En la orilla derecha, donde estábamos, detrás de Notre Dame, igual que nosotros todos se apostaban, tranquilos, dándole vida a los picnics. Había una brisa primaveral: oscurecía paso a paso. Del otro lado, a lo lejos, dos o tres adolescentes ya demasiado grandes, ya poco adolescentes, saltaban en skate una empalizada recortada sobre la Rive Gauche. De nuestro lado, otros franceses, a unos metros nos escuchaban hablar en este liviano español, absortos en una emoción mundana. Comencé a beber una cerveza del pico mientras pasaban los Bateaux Mouches, los barcos que dan la vuelta al Sena desde la Torre Eiffel hasta el Canal San Martin. Eran los más caros los que pasaban justo a esa hora. Da como resultado una dimensión inconmensurable hacer la cuenta de la plata que tiene la gente rica de la segunda ciudad más cara de Europa. Pero, me señalaba a mi mismo cuando veía pasar a uno en cuyo interior se celebraba un casamiento, así y todo no tiene buen gusto la gente rica. ¡Porque hay gente que se casa en los bateaux mouches! ¡Y hace la fiesta allí arriba! Para nada, me digo, para nada tienen buen gusto.
Detrás, mis compañeros de picnic seguían el comentario que había hecho alguien en voz alta. El mismo tema que yo razonaba en silencio. Y luego se ríen y hacen ostensible el capital con el que contamos los subdesarrollados en Europa: la grasa. Hacer gala de lo grasa que es casarse en una quinta, en camisa y con jean, asado, choripán, y ubicarlo en la perspectiva parisina. También tomar mate. Pero eso, me digo, tampoco cae bien en Buenos Aires.
Luego de dar los pasos hacia la orilla descubrí una estudiante parisina sola, oscurecida por el color azul petróleo del cielo de Paris, acurrucada sobre sus rodillas, el mentón gacho, empotrada a la escalera de piedra que baja a la línea del agua. Estaba triste y parecía esforzarse por llorar. Se me antojó una escena exacerbada.
Sobrevuela la idea de que voy creciendo cuando vuelvo a ver ese tipo de escenas, esa clase de mujeres que busca una excentricidad trágica. Me aburren. No busco más el misterio creado. En cambio la luna seguía allí, seductora, escondida entre las nubes disimuladas en listones en degradé gris ahumado. “Joven estudiante acurrucada al borde del Sena”, alguien dijo. Yo hice un chiste. Otro apuntó: “Aprendiz de Alejandra Pizarnik”.
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