Este lunes fue horrible, es eso. Soy propenso a que un día feo se incruste en mi estómago. Reflexiono, quizás exagero –típico del sufriente febril-: para un hombre “generalmente sano” no hay prueba tan contundente de su esclavitud en el cuerpo como el dolor inlocalizable de la fiebre. Pasé metido en la cama todo el día bajo dos pulóveres y sigo... (me levanté a tomar un té, bloguié un rato, me dieron ganas de testimoniar). Ahora recuerdo más tranquilo las horas pasadas. Me revolvía en la cama por culpa de una panza helada y revuelta. En la longitud del suplicio, lanzaba malísimos augurios hacia la condición humana. Supongo que aproveché el cosquilleo insoportable de la fiebre para sacar el fundamentalista que llevo adentro. “¡Que se mueran todos, perros del infierno!”, gritaba. Y añadía: "!Me vuelvo ya a Argentina parisinos edulcorados!". Tan afuera de todo me sentía, que ni llamé a mi vecina para que me hiciera un té. A eso de las 18.45 el contenido de la devolución sobre las paredes del lavatorio fue inapelable: Cuscus del Restaurant Universitario. Luego la fiebre bajó, sólo por unos minutos. Me tranquilicé, inclusive pude contemplar sin desesperación los pocos libros en francés que llevo leídos desde mi arribo a París. Me volví a dormir, me revolqué también, y me levanté otra vez a hacerme un té con paracetamol. Ahora, recién, hace menos de un minuto, me di cuenta de que no tengo paracetamol. Vuelvo a la cama, me espera una noche...
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